Dieciocho años bastaron para terminar con un partido que luchó por setenta años contra un régimen que lo menoscabó, amenazó, menospreció y por último lo infiltró. Setenta años para ver a un panista como presidente de México, seis años para no tener ningún expresidente con militancia en el partido.
Una sociedad que se aleja cada vez más de los principios clásicos con los que fue fundado y que aún siguen ahí, escondidos entre tecnicismos y eufemismos. Y al mismo tiempo la tibieza de la mayoría de sus líderes para darle voz a esa sociedad conservadora que añora al político hablando desde el púlpito.
¿Cómo hacer coincidir ambas corrientes y darles cabida en el partido?, ese ha sido el problema que ha llevado al PAN a una debacle electoral. Desde la elección de Ricardo Anaya como Presidente del partido, un hombre con más ambición política y de poder que comunión con los principios del PAN, ésta organización política se perfilaba al fracaso.
Los panistas en poder del partido prefirieron apostar por que la ambición de Anaya los llevaría a la ansiada silla presidencial, antes que apostar por panistas identificados con los principios del partidos, dispuestos a aceptar una derrota envueltos en la bandera blanquiazul y no en una visión megalómana de sí mismo.
Decidir entre una renovación absoluta, desde los principios y la ideología para atraer nuevos simpatizantes o quedarse y reforzar la conexión con sus bases será la decisión de Marko Cortés nuevo presidente (y herencia del Anayismo). Una cosa es segura, cualquiera que sea la opción ninguno tolerará la tibieza ni el egocentrismo, no otra vez.
Publicado enColumna